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lunes, 5 de febrero de 2018

El rincón de las cosas que faltan

Todos hemos mentido alguna vez, y no por eso somos mentirosos patológicos. Algunos hemos sisado un bolígrafo descarriado en la oficina, y no somos cleptómanos. Todos nos morimos alguna vez en nuestra vida por un beso, pero eso no nos hace emocionalmente dependientes. Hemos guardado las cajas de la mudanza por si hacían falta más adelante, y no por eso tenemos síndrome de Diógenes... o sí.

Un universo obsesivo asoma discretamente desde la cotidianidad de los días de Pía que, en una semana, de jueves a jueves, estallará contra las paredes de su piso y puede que contra las de nuestra cabeza también. Y es que a veces no somos capaces de ver la evidencia, aunque haya estado allí desde el principio.

El martes que viene, Ana, la madre de Pía, y Mar, su amiga desde la infancia, descubrirán por fin el secreto que Pía guarda en su piso desde hace un año. Entrarán cargadas de bolsas para basura, entrarán sin su permiso cuando ella esté camino del hospital donde trabaja. Mar se preocupará por el enfado de su amiga y Ana, la madre, justificará el allanamiento: «Pía necesita ayuda y ella no nos la va a pedir».
Pero todo esto sucederá el martes y hoy todavía estamos a jueves.

Así empieza "El rincón de las cosas que faltan", por la mitad.

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La voz del polvo


¡Por aquí! ¡Esta zona está todavía sin colonizar! Y millones de pies colonizantes avanzan por la tierra virgen, y repiquetean más como sobre algodón que como sobre tierra, pero suenan y resuenan como escuadrones letales en la cabeza de Susana cuando, otra vez, se despierta con el corazón que salta y la piel que llora de susto, sobre todo en la nuca. Ahora todo está en silencio, que es como tiene que estar una casa cuando hasta los ladrillos duermen. Toma aire por la nariz y lo expulsa lentamente por la boca, todo lo lentamente que puede, porque los nervios se empeñan en apretarle el estómago para que salga todo de golpe, para que empiece a dar tumbos por la habitación como un globo al que le sueltan la boquilla, que se vuelve turuleta, que ya no sabe ni por dónde va, un globo chalado. No estoy chalada. No es que no duerma porque estoy mal, es que estoy mal porque no duermo, le explicó ayer por enésima vez a su madre, que le daba pastillas de valeriana, tiritas para la pena. Tú lo que tienes que hacer es volver a casa conmigo, le contestó esta, tienes voces en tu cabeza desde la primerísima noche que dormiste en ese piso. La semana pasada, en casa, te dejaron tranquila, eso es que algo allí no va bien, ¿Es o no es?. Es, se resigna Susana. Pues ya está, terminas el mes de alquiler y te vuelves, o te vuelves ya mismo si quieres… No quiero, mamá, quiero vivir en Madrid… Ya volverás a Madrid cuando te encuentres mejor, lo primero es la salud. Así es que Susana y su autoestima regresarán el lunes a la casa materna. En pocos meses, curada por fin de su locura, sin hordas de guerreros nocturnos torturando las madrugadas, alquilará un piso sin amueblar para el que comprará, entre otras cosas, un nuevo colchón. Desde la primera noche dormirá en silencio.

Dicen que los ácaros se multiplican rápidamente, lo que no cuentan es que trabajan de noche, mientras todos duermen, y que sus ejércitos están dirigidos por capitanes que gritan a sus soldados, y que estos patean el algodón de los colchones con sus millones de pies colonizantes, mientras hasta los ladrillos duermen. Tal vez esta no sea la primera vez que alguien ha escuchado la voz del polvo.